Carta a Judith
No es un Dios de muertos, sino de vivos,porque para él todos viven (Lc 20,38)
Querida Judith:
Se me murió una prima. Y no pude dejar de pensar en ti y tu dolor. Es distinto, en parte, porque a ti se te fue tu mamá. Pero a mí se me fue una colega tuya. Alguien que batalló, primero como médico en instituciones públicas por la salud de los otros. Luego como paciente, por la salud de ella. Como tú tuvo que ingeniárselas para canalizar sus patologías, pruebas, imágenes, diagnósticos, tratamientos y medicamentos. Como tú que, a la vez que buscabas el tratamiento para tu mamá, no pensabas en ti misma, sino en los demás, que me ayudaste a mí en conseguir lo que yo no conseguía. Cuando ya no manejaba, si tenía alguna afectación, igual venía como antes, para comprobar la evolución de mi tratamiento.
Creo que fue una profesional excepcional. Al menos, eso es lo que me han transmitido. La vida personal, la de los afectos, estuvo reducida a acompañar el lento declinar de sus padres. Y su relación con los míos. Mi tío, de contextura vigorosa, con la edad las fuerzas fueron escapando de sus músculos. De presumir una complexión excepcional, le tocó asumir la frágil realidad de los años. Mi tía, mujer de gran garbo, los años de diálisis inter diaria le permitieron sobrevivir a su marido por unos meses. Al final la enfermedad le ganó, no sin antes acumular otoños y primaveras en su haber.
Mi prima quedó sola. Con sus recuerdos y visitas sabatinas al cementerio. Con la consecuente visita a mis padres, costumbre arraigada en ellos desde que tengo uso de razón. Sin hermanos, esposo e hijos. En algún momento, en ausencia de sus padres, convenció a los míos que la acompañaran en sus aventuras. Ya me lo dijo meses atrás: manejar le encantaba. Ir a San Fernando de Apure ida por vuelta, con sus “viejos”, atravesando los esteros de Camagüey, era un relato que contaba cargado de fruición. Luego, como su padre, sufrió un desprendimiento de retina. Pese al apósito de silicona que debía fijar la cicatrización y luego el lente intraocular, su vista no se llegó a recuperar. Se “entretenía” (y lamentaba) contando las burbujitas que flotaban en el humor vítreo. Para entonces las peripecias de ir a la playa o el llano se iban limitando a la posibilidad de dar la vuelta al pueblo. Pero el carro fue cien veces falsamente reparado. No pudo volver a ponerse detrás de un volante.
La muerte se llevó a mi prima. Sin aviso, aunque con muchos achaques. No fue como en tu caso, el acecho que se fue estrechando hasta reducir cualquier resistencia a la impotencia. Fuera de las múltiples patologías, de importancia, pero sin el aviso de la fatalidad, no esperaba que se me fuera tan pronto.
He podido estar en su casa. En parte pareciera que el tiempo no hubiese pasado por sus rincones. Para bien o para mal, el recuerdo de sus padres la acompañó hasta el final. Todo primorosamente en su lugar, como siempre. Las cosas conservadas como si hubiesen estado encapsuladas contra el desuso. Cada detalle es su sitio, como si mis tíos acabasen de partir. Combinación primorosa de texturas, formas y colores. Sus matitas, esas que regaba de manera asidua. Las fotos de las orquídeas que la esponjaban en satisfacción. Esas que, cuando floreaban, adornaban sus conversaciones de WhatsApp.
Me consta que se quejó. Se quejó del país, de los servicios, de las alternativas de salud. Se quejó de situaciones y personas. En oportunidades se quejó de manera cíclica. Pero, de alguna manera, resistió. No solo al COVID o a las bajadas a Caracas, a veces semanales. Tuvo soledad. Pero en su casa no vi signos de depresión. Hacía arreglos, conservas, preparaba comidas… y dibujaba en las aplicaciones de sus celulares. Alguno vetusto que otro habría desechado. En él yacen confinados las fotos de los amaneceres cuando llegaba al hospital Vargas. Pero en otros, ninguno de última generación y que había recibido de segunda mano, dibujaba. Dibujaba con la imaginación de Van Gogh o Gauguin dibujos de muchos colores. Algo así como flores, al estilo de los girasoles.
A diferencia de tu mamá, Judith, mi prima se fue de manera repentina. Sin testigos que lo presenciaran. Sin la mano familiar que hubiese sostenido su mano aun tibia. Sin el lamento de quien, a unos metros o en otra habitación, sintieran que habían llegado tarde. Pero también sin testigos de su rutina diaria Sin nadie que pueda comentar la anécdota que pasaría desapercibida a los menos cercanos. Sin los hijos que digan “mamá hacía esto” o “mamá decía aquello”. No estará el comentario íntimo y bien fundado del esposo que la recuerde con nostalgia. O que diga receloso cómo se ponía cuando llegaba tarde o sus manías de mujer pulcra y perfeccionista. La rememoración que permita a los demás curvar los labios a guasa de sonrisa por aquella discusión en pretérito, tan inútil como fugaz.
Con mi prima se van sus recuerdos, que son míos, pues, aunque no los tengo ellos me pertenecen. Y los recuerdos de mis tíos, sus padres. Exhaló en la misma cama que exhaló su padre. Reposa a unos metros de donde reposan mis tíos. Quedo como el último de esos García del Moral, sin haber sido testigo de lo cotidiano.
Pensando estas cosas, querida Judith, caigo en cuenta de lo que tú sí recordarás y lo que yo no podré recordar. Caigo en cuenta de que nuestros muertos viven en nuestros recuerdos. De cuanta la razón tenían los romanos cuando se afanaban por no ser olvidados, privilegiando las tumbas a las orillas del camino. Y me paseo por las tradiciones mexicas que perviven en el pueblo mexicano, de que quien es olvidado, vive una segunda muerte. Así que, mientras viva ¡cuánto me gustaría acordarme no solo de su nombre, sino de sus hazañas y fechas, de lo anecdótico y lo irrelevante!
Me queda un consuelo: la mente de Dios. Somos eternamente recordados por Él. Y, siendo un poco medievales, diríamos que su recuerdo nos sostiene y otorga existencia. Somos alguien para Dios y no solo una combinación molecular que caduca en el tiempo. No somos ni simple nombre ni un número de identificación. Somos historia. Esa que nos ha constituido (con sus caídas y levantadas), y que está presente para Dios, quien la sostiene y enriquece con su misericordia.
Que al recordarles nos unamos a la mente de Dios, para quien todos viven y podamos permanecer en Él y con ellos en comunión. Hasta el encuentro definitivo donde la memoria solo podrá conjugar los verbos en presente.