El recurso de la palabra como resistencia y rebelión
Atrapados en un mundo de paredes angostas. Extraño a nosotros, quizás tanto como nosotros a él. De resbaladiza pertenencia. Mercenario de pocas y plutocráticas voluntades. Satélites aduladores de estas que dicen lo que gusten los oídos. Posibilidades de participación camufladas como fidelidades a los poderosos. Así que queda solitaria la pregunta: ¿para quién importamos?
La respuesta religiosa podría ahorrar muchas vueltas. Pero también podría servir para evadir interrogantes. La tendencia autocrática de algunos países, muchos de los cuales se llaman de izquierda, reduce el juego democrático al cumplimiento de ciertas formalidades. También los hay quienes, jugando a la otra mano, se yerguen en protectores, aunque sofoquen libertades.
Pero hay estados que no necesitan tampoco de este tipo de escaramuzas. Basta disimular su afán expansionista y hegemónico bajo una malla de camuflaje. Que la llamada autodeterminación de los pueblos mantenga a raya a los otros países que profesan el pluralismo. Pluralismo socabado por los que maniobran para exportar el modelo. La no intervención sopla a favor de algunos, mientras los estados bien pensantes juegan a la alternancia del poder.
Distraer a la gente. Inclusive a la considerada como ciudadana. Usar de logros parciales que no parecen ser suficientes. Puede que ni necesarios. La pregunta crítica sobre quién califica como “consumidor”, “comprador” o “cliente” es sorteada. Es decir, quienes son potenciales demandantes de bienes y servicios de un mundo en transformación. Eso no luce claro. La economía ha funcionado en base al trabajo, no solo para producir, sino para conseguir unos ingresos necesarios. El trabajador se transforma en consumidor y cliente, por este artificio. Magia que satisface carencias propias y familiares. Si el mundo del trabajo se contrae como la baja mar ¿quién dispondrá de recursos como para adquirir bienes y servicios? No todo lo resuelve la robotización, causante de estas mareas.
Tal situación quizás sea existente solo en borrador. Pero lleva a otra pregunta. Fuera de la labor exclusiva de las élites económicas de hacer que el mundo de vueltas ¿qué trabajos serán necesarios? Hasta hace poco la bomba demográfica jugaba en contra de occidente, con la oferta masiva de mano de obra barata. Los gigantes asiáticos inclinaban hacia ellos la balanza. Se decía con preocupación en lo militar sobre cómo Occidente, en particular Europa, podría oponerse al avance de ISIS ¿Países con tasas de crecimiento negativos conseguirían jóvenes en número y motivación para enfrentar en el terreno a un grupo de combatientes del impulsados por creencias religiosas, así sean erróneas?
Y lo que puede ser un alivio por el ahorro de vidas, se traduce, lamentablemente, en que ni para matarse serán importantes las personas
Pero con el auge de los drones, esto ha podido dejar de ser un problema. Quizás las batallas del mañana no vayan a librarse sobre los campos en luchas cuerpo a cuerpo, sino en un centelleante enfrentamiento entre máquinas. Y lo que puede ser un alivio por el ahorro de vidas, se traduce, lamentablemente, en que ni para matarse serán importantes las personas ¿Será así también con los cuerpos de seguridad del Estado? ¿Quedará todo concentrado no en la cúspide de una cadena de mando sino en una cabeza de mando rodeada por un grupo de programadores?
Porque suponemos que seguirá habiendo trabajos esenciales en ciencia, tecnología, dirección de empresas y algunas otras… ¿y los demás? ¿acaso la sociedad de consumo se reducirá en lo masivo a la oferta de repuestos, recarga de baterías y presentaciones de aceite lubricante?
Un mundo “minimalista” de relaciones sociales, con condiciones adversas para la familia y con discusiones ideológicas sobre la manera de hablar de las orientaciones sexuales personalísimas quizás no esté captando el cerco sobre el ser humano que está teniendo lugar. El problema ecológico, que es real y debe resolverse, puede preparar el contexto para calificar de hazaña este retroceso en humanidad. Si es que los conflictos globales no estallan antes y consiguen contaminar cualquier cálculo con nuevas e impredecibles variables.
Como decía, la solución religiosa (que la doy por cierta) puede evitar plantearnos escenarios posibles. Como se vaya a armonizar o cuanto pueda avanzar la posibilidad más desoladora, no puede preverse. Esto no ahorra el esfuerzo ciudadano por conseguir un mundo mejor.
Y es en esto que llega el recurso más a mano y antiguo, que ha estado siempre presente y que ha conseguido sobrevivir antes las inclemencias de la historia: la palabra.
Considerada por los pueblos antiguos y las sociedades precientíficas como dotada de un poder mágico, la palabra tiene poder de convocatoria, de exorcizar los miedos, de convocar las fuerzas humanas, aunque no las cósmicas. El asombro ante la palabra hizo que se le dotase de poder de maleficio, pero también para atraer bendiciones. Con poder intimidante ante las mentes más crédulas.
La palabra no aprisionada entre los tabiques del cráneo, sino que, pronunciada o escrita, vuela para conseguir quien la reciba, en febriles contagios.
Pero lejos de mí reivindicar nociones de la palabra que rayen en lo mágico y supersticioso, por más de buscar ser alguien que haga experiencia de lo Divino. Para mí la tradición judeocristiana tiene un arsenal de recursos para encontrarse con la fascinación de la Palabra. Tanto que la Palabra crea el mundo y la Palabra se hace humano (se hace hombre, asumiendo la naturaleza común al varón y la mujer). Pero, como ya lo he manifestado, quisiera evitar seguir un rumbo reflexivo religioso, por cómodo que pudiera hacerme sentir.
Prefiero referirme a los griegos, para quienes la palabra resultó fundamental. No solo la oratoria sino la filosofía, con la búsqueda de comunicabilidad. Pero también los relatos míticos que posteriormente fueron plasmados en el teatro. O la manera gallarda de hablar es lo que hace que soldados griegos en manos de sus captores persas consigan la admiración de los captores, que les devuelven la libertad.
La palabra no aprisionada entre los tabiques del cráneo, sino que, pronunciada o escrita, vuela para conseguir quien la reciba, en febriles contagios.
El mundo griego, con el sentido fatídico y cíclico de la historia, no encuentra ni a dioses ni a héroes ni a hombres sometidos pasivamente a las fuerzas del destino. Por más que Edipo pueda saber que el oráculo que pende sobre él se cumplirá, no deja de nadar a contracorriente. O el caso de Prometeo, que entrega el fuego a los hombres (los seres humanos), aunque tenga que padecer el castigo de su rebeldía. Llevado el mito al teatro, era momento de reflexión sobre la insólita terquedad de permanecer dignamente de pie ante las fuerzas telúricas del cosmos.
Vivimos tiempos sombríos de sombríos presagios. Sin embargo, la palabra, la que resuena en la academia o se condensa en los libros sigue siendo una luz. Pero no solo ni principalmente esa. Sino la palabra que evoca la imaginación y llena de colores y sensaciones el hastío con que pusilánimes corren los días. Que se interroga una y otra vez, bien se consiga respuesta que no complazca o se halle el silencio que aturde y busca ser demolido abatido con nuevas preguntas.
La literatura tiene como misión seguir recordando lo que es hermoso y digno. Evitar que la herrumbre opaque las letras doradas del amor. Conmover con la ternura. Dirigir la mirada sobre lo que no se quiere ver. Sentir sobre los rostros la brisa que renueva y esclarece. Reacomodar lo propio de la humanidad para que no sea un mundo de máquinas.
Cada obra de literatura, cada libro de ficción, cada canción y puesta en escena, el teatro que es capaz de representarse en cada esquina, la escena que puede filmarse desde un teléfono celular… tienen una misión que la ciencia académica no es capaz de cumplir: conseguir que el ser humano siga respirando cuando se está al borde del abismo de la vida.