Tentaciones de ayer, tentaciones de hoy (Lc. 4,1–13)
El Evangelio de este domingo está tomado de Lucas 4,1–13. Este evangelista resalta que Jesús, pleno de Espíritu Santo, después de haberse bautizado (momento en el que acontece una de las epifanías en la vida de Jesús), este se adentra en el desierto impulsado por el mismo Espíritu.
Para las personas del siglo XXI el desierto puede ser sinónimo de lo que es agreste y austero. Es un ambiente inhóspito, con temperaturas extremas y carencia de agua. Por supuesto que es así y suponemos que haya sido así para los llamados padres del desierto, esos santos eremitas que se retiraron para hacer oración y penitencia en regiones tales como Siria y Egipto durante los primeros siglos de nuestra era. Pero bíblicamente, es más. Por un lado, tenemos el gesto simbólico de Jesús que bien puede recordar la estadía del pueblo en el desierto, durante cuarenta años, antes de entrar en la Tierra Prometida. De tal forma que Jesús inicia su ministerio público rememorando la epopeya fundacional de aquel pueblo, que fue el Éxodo, la salida de Egipto. Por otro, Jesús se retira, como Moisés (Ex 34,28) durante la instauración de la Alianza, y como Elías (1 Re 19.8), durante cuarenta días para tratar de intimidad con Dios, dentro de la misión encargada. Y el desierto tiene todavía una carga simbólica más: se asemeja a la estepa descrita en el segundo relato de la creación (Gn 2), que sería la manera de figurarse lo primero o lo anterior, si bien el primer relato pareciera que la creación es un poner en orden lo que estaba confuso, a través de la Palabra. Es decir, simboliza el inicio, la nueva creación.
También para los antiguos el desierto es la región que está fuera del control humano, las normas, las reglas. Realidad siempre amenazante, donde reinan las alimañas. No hay caminos y es fácil perderse. Se está por fuera de los espacios protegidos, que son los pueblos. Fácilmente se podía considerar, según en el relato del chivo expiatorio o macho cabrío, como el lugar de los demonios (Lv 16.22).
Lo cierto es que Jesús, durante su vida pública, se retiraba a lugares apartados, solitarios, para encontrarse con el Padre. Y tal cosa ocurría, por ejemplo, en momentos cruciales como la elección de los Doce (Lc 6,12). Así que, si suponemos que Jesús se retira de cara al inicio de su predicación, lo hacemos con motivos suficientes. Y en este contexto es como podemos entender las tentaciones, sea que hayan tenido lugar solo durante su ministerio o que hayan tenido lugar también en este momento de oración. Porque bien podemos afirmar que la atmósfera desierto y tentaciones pudo acompañar a Jesús a lo largo de su misión.
Pero ¿en qué consistían dichas tentaciones? Jesús no es tentado en el sentido de caer en una vida mundana. De hecho, ninguna de las tentaciones es de este tipo. Son formas erradas de llevar a cabo su misión. Maneras de ser mesías a la manera de las aspiraciones humanas, y no según la Voluntad del Padre. Posibilidades reales que tuvo Jesús que discernir cuando, por ejemplo, en Jn 6,15.26 Jesús le dice a la muchedumbre que solo lo buscan para hacerlo rey, pues quieren saciar su hambre. O Pedro que pretende corregir a Jesús para que sea un mesías triunfante y no crucificado (Mc 8,33).
De la narración de Lucas, sin que sea exclusiva de él, podemos sacar algunas interesantes consecuencias. Por ejemplo, si bien Jesús no discute con el Mal, como en una disputa con argumentos de ida y vuelta, tampoco se queda callado. Esto es importante, porque en muchas oportunidades hemos valorado a Jesús silencioso y sufriente, que no contesta a Pilato. Pero el Jesús de las tentaciones es el que replica (más que responde) de forma lapidaria. Se pronuncia. No se queda callado. Y es cierto que replica desde la Escritura, es decir, la Torah o la llamada Ley de Moisés (en el último intento, el demonio también busca usar la Palabra de Dios para sus propósitos).
Jesús es tentado para ser mesías que haga prodigios de multiplicaciones de panes (para sí y para los demás). También lo es para ostentar de un poder que maraville a las multitudes, como lanzarse del pináculo del Templo (desde cuya altura algunos eran condenados a morir) o a tener poder sobre los pueblos, postrándose ante el señor de la maldad (poder ejercido por la mentira y el miedo a la destrucción). Son formas eficaces e inmediatas de éxito y de sojuzgar a las conciencias.
Hay dos aspectos que me gustaría señalar. En el versículo 4 Jesús replica con el pasaje del Dt 8,3, que dice que “No solo de pan vive el hombre”. En Mt 4,4 y en algunas traducciones de Lc (supongo que dependa de los manuscritos), se añade lo que sigue en el texto del Antiguo Testamento: “sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Para nosotros dicho texto pudiera leerse como la Palabra de Dios consignada en la Biblia. Y eso es cierto. Pero es más que eso. Porque se trata de una Palabra viva, vibrante, nueva, que corre como un arroyo. Que es viva y que se recibe como recién pronunciada y escuchado. Es decir, es una Palabra conjugada siempre en presente, diría en gerundio, que está en continuo desarrollo y que exige, para recibirla, la atención, la escucha, que siempre será amorosa y tendrá como modelo sublime a la virgen María. No es una palabra cosificada en el tiempo, encerrada en el pasado, que va perdiendo vigencia y vitalidad como si sufriera de arterioesclerosis. Es un Palabra con capacidad de novedad, de tocar la vida, la conciencia, la realidad, la actualidad, de cuestionar. Es viva porque se sabe y se recibe de manera amante, teniendo como sujeto que ama al mismo que habla: Dios. Es viva porque el Dios vivo, aun en sus correcciones, es quien ama, por la persona que se abra a esta realidad, se sentirá amada.
El otro aspecto que me gustaría resaltar tiene que ver con la segunda tentación (que es la última en Mt). El demonio propone a Jesús que se postre ante él, y le dará el dominio de todo el mundo, que está bajo su yugo. La palabra que designa en griego a “postración” pudiese traducirse como reverencia. El gesto mismo de besar la mano. Pero también supondría, en otro contexto, al comportamiento de un perro ante su amo, lamiéndole la mano. Y el reconocimiento de vasallaje de un vasallo o de otro rey hacia uno que se considera mayor. Como también la relación con Dios.
Me parece que tiene gran importancia, porque la propuesta del demonio es a pactar con lo que se reconoce como demoníaco. Y pactar por el poder. Cuestión tanto más grave, si nos referimos no a agendas políticas distintas y contrapuestas, cuestión de por sí dramática en temas tales como el aborto o la eutanasia. Sino en temas donde se da la complicidad para disfrutar de las prebendas del poder, gozar de influencia, desviar fondos o enriquecerse, a costillas del mal y la muerte de las mayorías. Es ese pacto en el que, postrándose, los líderes se supondría que tienen convicciones cristianas las traicionan. Como si pudiesen reconocerse en los entretelones como sacados del mismo molde uno y otros, haciendo lo que se sabe va contra la ética sin la menor duda. Esto es así tanto para los líderes como para aquellos que se consiguen ante el dilema de aprovecharse malamente de una coyuntura.
Jesús replica con una respuesta en la que toma, en el griego, tanto la palabra “postrase” como la palabra “adorar”. El demonio no estaba proponiendo abiertamente que lo adorasen. De hecho, en parte está aquí la trampa. Es solo una postración, un gesto exterior para satisfacer su exigencia. Pero Jesús iguala la “postración” (que podía hacerse no solo ante un rey sino ante Dios) con la “adoración” (la latría), que implica el servicio en el culto o en la esfera de lo sagrado. Es decir, ceder en cuestiones claves de conciencia para obtener, por ejemplo, poder, ventajas o supremacía, no solo es una tentación satánica sino una idolatría, una adoración a un falso dios o, en último caso, al demonio.
La mente humana le gusta separar el espacio religioso del espacio laico o profano. Ello es una trampa que debe evitarse. Como si en lo sagrado tuviera que comportarme de una manera, mientras que en lo profano las reglas de actuación son otras. La fe cristiana es la consagración de la existencia toda a Dios y la causa de Dios. Forma parte de la realidad del bautismo y no solo de una intencionalidad extrínseca. Lo que ocurre en lo profano tiene que ver con lo sagrado. Lo profano se ha anulado y todo está inmerso en lo sagrado. No distinguir la sacralidad de la vida supone el riesgo de no distinguir, o querer distinguir, entre lo que lleva a la vida y lo que lleva a la muerte.
“Pongo hoy por testigos contra vosotros al cielo y a la tierra: te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia” (Dt 19,30).